El pecado te alcanzará
Llegué a Nueva York porque creí que aquí estaría
a salvo. Me persiguen. Sueño mujeres con senos redondos,
con caderas anchas y piernas lisas, hembras de aromas
dulces. A veces me excito, pero sus llantos me
estremecen. Nunca me he acostado con una mujer. Soy una
persona de convicciones firmes, sobre todo congruente.
Opté por la homosexualidad y no soy de esos que andan
con medias tintas, no soy bisexual, ni me gustan las
mujeres.
Mi
novio se llama Marcelo, vive en Staten Island (algún
defecto tenía que tener), es un hombre atractivo como
buen italiano, aunque de italiano sólo le queda la
ilusión (y su abuelo). Lo amo a pesar de que a él sí le
excitan las mujeres. Formamos una pareja considerada
estable; no niego las peleas ni el periodo crítico que
actualmente cruzamos; tengo fe en que la normalidad
regresará, cuando ellas se vayan.
Él
también me ama, lo sé. No importa que continúe con su
afán de perderse en cuartos oscuros; dice que ya se
retiró; sin embargo, intuyo que aún los frecuenta. Lo
entiendo, yo a veces extraño esa clandestinidad sobre el
cuerpo, y no sólo por el placer o por el sexo, soy un
poco más sensible, sino porque ahí aceptas los otros
sentidos. La vista no sirve de nada... En esos cuartos
aprendí que existen cosas más concretas en lo
inasible.
Últimamente he hablado muy seguido con mi madre,
me siento solo. No, me siento desamparado. Si estoy
aquí, repito, es porque pensé que estaría a salvo, qué
otro lugar amurallado podría protegerme más de esos
sueños. Quisiera contárselos a mamá, no me atrevo, cómo
podría explicarle el temor a que me atrapen, no lo
entendería, pero sí rezaría por mí, es una mujer muy
religiosa. Quizá tenga razón y deba casarme, no puedo
continuar con Marcelo así. "No quiero que te pase lo que
a tu tía Luisa". Quiere que componga mi vida, afirma que
tengo "todo para ser feliz", pero "hay que hacer las
cosas como dios manda". Está convencida de que debo
responder a sus expectativas. Así son las madres:
suponen que los hijos son programables. Y la mía no es
la excepción. ¡Ojalá nada más pensaran que somos de su
propiedad! A su manera me quiere, hay una parte de mi
jotería que le agrada, aunque periódicamente finge dolor
y sufrimiento porque no le daré nietos o porque me niego
a adoptar niños y a jugar esas trampas de la feliz
familia. ¡Qué atrocidad! Ni modo, es la influencia de la
televisión... y de otras cosas más. He querido
explicarle que ese mundo buga que desea para mí, me
repugna. Cuando tocan estos melodramas, la oigo (eso es
lo que busca: que la escuche) sin refutar; llora un
poco; yo la abrazo, esas lágrimas la consuelan; a mí,
confieso, me recuerdan a ellas. El llanto sordo es el
mismo. No me gusta que llore, lo sabe tan bien como yo
sé que no lo puede remediar. Insiste en que me acerque a
dios, yo también quisiera. He intentado rezar para
encontrar sosiego; sin embargo, ignoro cómo y tampoco me
atrevo a preguntar.
Las mujeres que me persiguen visten de blanco. Al
principio creí que eran alucinaciones, después las
descubrí fantasmas, he llegado a olerlas y la certeza de
su existencia me espanta. ¡Qué paradoja! De niño me
horrorizaban los fantasmas, y ese horror era una
ilusión; en ese entonces mi temor reflejaba la certeza
de su inexistencia. En cambio ahora son tan concretas,
tan reales que han cobrado volumen. Nunca he mirado sus
rostros, únicamente sus siluetas voluptuosas (como la de
mamá) corriendo detrás de mí. No sé por qué me buscan.
Aúllan mi nombre. Quieren atraparme. Por eso rezo.
Marcelo no sabe de estos sueños. ¿Para qué?
Hace una semana descubrí cerca de casa una pinta
que anunciaba: "El pecado te alcanzará". Ahora sé que
ellas me han encontrado.
II
He
llegado a pensar que me persiguen desde niño. Sólo así
me explico la eterna cama mojada y la urgencia de
acurrucarme en los brazos de mamá. El calor de su regazo
fue un alivio; sus voluminosas tetas me resguardaban.
Últimamente he deseado sus abrazos, sus caricias, sobre
todo en las madrugadas cuando esas voces femeninas
muerden mis sueños. Ya no soporto sus
lloriqueos.
Padezco (¿o padecí? ¡Dios mío!) insomnio. La tía
Luisa me bañaba en tila para tranquilizarme. La extraño,
ella sí me entendería. Ella sí podría ayudarme... De
nada sirven los lamentos. Tengo que aprender a vivir con
esta angustia. Mi terapeuta afirma que mi "mal" es
típico de los bebés prematuros. Soy sietemesino. "Tu
angustia es un reflejo en la memoria de aquellos días en
el vacío". Supone que debo conformarme con esa respuesta
y estoico continuar con mi vida. "No puedo", reto al
doctor. "Sí puedes, estas pastillas te ayudarán". Él
tampoco sabe de las mujeres que me persiguen, para qué,
diría que inconscientemente he elaborado un espectro de
la tía Luisa, o "es una invención para justificar tu
homosexualidad" o "se trata de tu madre acosándote" o
cualquier pendejada. No lo comprendería; de hecho, dudo
que las sesiones sean provechosas. No importa, asisto
para sentirme acompañado. Desde la primera cita supe que
no resolvería nada; pero inexplicablemente en ese
consultorio me sentí cobijado. Marcelo está celoso, cree
que es mi amante. "La mayoría se acuesta con sus
pacientes. Además, yo no veo resultados, no ha
conseguido disminuir tu angustia, ni nada", me persuade
para que abandone la terapia, para que me aleje de mi
doctor. No le preocupa que me tire a cuanto hombre
pueda, su condición es que sea una vez. Está prohibido
repetir, "y tú te estás pasando de listo", me amenaza.
Antes trataba de explicarle, pronto me di por vencido,
no tiene caso. Soy fiel, lo crea o no. Jamás entenderá
ni la persecución de las mujeres de blanco ni el reposo
que experimento en el consultorio de mi terapeuta. Y no
es el único, yo tampoco lo comprenderé.
Cada día me convenzo más de que siempre me han
perseguido, quizá su presencia era tan tenue que no las
percibía o tal vez aparecieron más tarde. De cualquier
forma no tiene caso indagar la fecha exacta de su
aparición, están aquí y punto.
No
tengo muchos recuerdos infantiles, sólo uno: cuando
conocí la nieve. Esa sensación no se ha repetido. La
imagen luminosa que conservé, durante muchos años,
definida en la memoria no se compara con las
experiencias de nieve que después viví; aquélla era de
un blanco puro que jamás he vuelto a ver. A veces pienso
que ese recuerdo, mientras lo conservé intacto, me
protegió de ellas; pero la visión de otras nieves, de
otros blancos ensució el original.
Ellas quieren que duerma. Durante un tiempo,
paradójicamente, el insomnio fue mi salvación, pero son
muy astutas y yo un tonto. Combatí el insomnio con
pastillas, infusiones y cualquier cantidad de recetas:
jugos de lechuga, exceso de ejercicio, jarabes
naturistas, gotas, tratamientos de flores, masajes...
hasta que logré dormir.
La
primera vez que dormí ocho horas sin interrupciones fue
como estar en el lecho materno, recuperé el olor y la
calidez de su pecho. ¡Qué placer! Pensé que por fin la
angustia había desaparecido. Fui feliz.
Si
fuera un hombre de fe las perdonaría. Si conociera la
piedad les agradecería que por lo menos me permitieron
disfrutar por una corta temporada el bienestar del
sueño. No lo haré. No tengo por qué. No les debo nada.
La tía Luisa alguna vez me dijo que al sufrimiento
innecesario se le nombra crueldad y eso es lo que he
vivido desde entonces. La angustia aumenta, ya no
contengo las ganas de llorar ni controlo el pulso
acelerado en las sienes. Los párpados me tiemblan como
un recordatorio de que no debo dormir. Paso los días
negando las noches y la oscuridad vaticinando las
pesadillas... No las perdonaré jamás. Las odio porque en
ese breve periodo me enseñaron la voluptuosidad y la
sensualidad del acto de dormir.
¡Dios mío! Quiero rezar.
Dormir me abrió las puertas de un mundo
desconocido: el descanso. La ciudad parecía otra, las
calles, los edificios, el rumor del agua, el viento, el
cielo cobraban fuerza en la mirada, era como si
contemplara por primera vez el alrededor. En esos días
de gozo conocí a Marcelo. ¡Qué bien nos la pasamos! La
luna de miel duró poco, ellas vaticinaron el
fin.
Entonces empezaron las señales. De pronto, los
sueños de mujeres vestidas de blanco cercándome con sus
llantos, sollozando mi nombre terminaron. Creí que por
fin habían dejado de acosarme, pero ese fue sólo el
puente a la pesadilla. Ya no me intimidaban, las
siguientes noches sólo soñé sonidos. Aleteos.
Ingenuamente descifré que la felicidad retornaba,
imaginé que volaba. Error. No se trataba de mí. Un
enorme pájaro blanco me abrazaba entre sus alas. Sentía
su pico rozar mi cabeza y un dolor en el cuello;
inmóvil, miraba de reojo hacia abajo y veía sangre
recorriendo mis piernas... Marcelo me despertaba
espantado y me acariciaba hasta que conseguía calmarme.
Despiertos esperábamos el amanecer. Los primeros días,
platicábamos, bebíamos unas copas, hacíamos el amor...
pero pronto, comenzaron las discusiones. Marcelo
necesitaba dormir y yo, dejar de soñar esa ave blanca.
Regresó a su casa. "Te prometo que me atenderé. Lo
solucionaremos juntos. No te preocupes por mí, estaré
bien", aseguré. "Yo sólo quiero dormir", suplicó. Pero
nada ha cambiado. O sí, el sueño recurrente
cesó.
Recuperé mis viejas mañas de insomne; deseché
algunas como las de los cuartos oscuros. Retomé mis
hábitos de lectura y construí una rutina nocturna:
caminaba a casa un tanto borracho después de coger con
Marcelo. Cerraba los ojos al pasar frente a la pinta,
aunque esa frase me atormentaba, "el pecado te
alcanzará"... Al llegar, me servía otra copa para ver
una película, después me acostaba para esperar la
llegada del pájaro blanco. Me despertaba mecánicamente
al ver las piernas rojas. A pesar de la repetición nunca
logré acostumbrarme.
Noche tras noche lo mismo, una y otra vez: la
cogida, "el pecado", el vino, la película, el sueño y el
despertar agitado... hasta que en una ocasión no llegó
el ave blanca, sino una parvada hambrienta. Sus picos
herían mi cuerpo. Nunca olvidaré el sonido de los
aleteos, ni los lamentos. Pronto dejé de sentir dolor.
Ardía. Mi verga estaba parada. La cabeza era un
alfiletero y el estómago, un volcán en erupción; la lava
(mi sangre) ya me había cubierto por completo y ese
calor se atoraba en la nariz. No podía respirar, apenas
temblaba. El sudor se comprimía en el interior, y veía
cómo mis pies estallaban. El dolor, hubiera sido un
consuelo. Nada. Únicamente un hormigueo que me dominó
por completo. Estaba entumido. Esas aves no se
detuvieron. Y ellas pronunciaban mi nombre. Me vine.
Resistí los calambres. Aguanté que carcomieran mis
entrañas y devoraran mis carnes... Hubiera soportado
más, no soy un cobarde, pero de pronto abrí los ojos y
vi a la tía Luisa y a mi madre mordiéndome, reconocí sus
lágrimas. Me desmayé.
Cuando desperté estaba lleno de rasguños, los
ojos pegados por lagañas y me había orinado. Le marqué a
mi madre y tuve que conformarme con su voz en la máquina
contestadora. Miré el reloj. Había dormido más de diez
horas. Me reporté enfermo en el trabajo y salí a la
calle. Llegué hasta el Central Park y me metí al
zoológico hasta la hora de cierre. Mi estómago crujía.
Caminé hasta la calle 23 y ahí busqué el chiringuito
español al que Marcelo me había llevado recién nos
conocimos. Comí una sopa de ajo, bebí unos whiskies y un
café expreso. Los gritos y el ambiente me calmaron. De
ahí le marqué a mi terapeuta, necesitaba hablar,
compartir la desesperación. "Bueno, bueno, ¿quién es?".
Al escuchar su voz colgué. Volví a la mesa y pedí otro
trago y otro. Salí bastante pedo. El rechinido del metro
retumbaba en las calles. La tonalidad de la noche entre
azul y morado anuncia la madrugada. La ciudad como
siempre lucía hermosa con sus focos desperdigados;
entonces me pregunté si la isla estaba lo
suficientemente armada para combatir a las mujeres de
blanco, y si el agua me protegía del pecado. Regresé a
casa, tenía un mensaje de mamá y otro de Marcelo.
Encendí la televisión y abrí una botella de vino por
costumbre. Empecé a cabecear y a bostezar. Tenía sueño,
los ojos me lloraban. Deseaba dormir. Sin embargo, el
instinto de sobrevivencia me hacía permanecer despierto.
Entonces comenzó la locura. Prendí el radio, bailé,
grité, cociné, recité en voz alta, hice cualquier
tontería para no caer. Pensé en salir nuevamente,
perderme en un bar o caminar como idiota por Nueva York.
Estúpidamente permanecí en casa. Me dispuse a hacer la
limpieza, acomodé algunos libros, quise escribir pero el
sueño me venció. Y nuevamente fui devorado por la
parvada blanca.
Durante días combatí el sueño sin vencerlo. Soy
un perdedor. También, me refugié en el chiringuito
español de la 23. Ahí experimentaba el remanso. Me
reporté enfermo en el trabajo. También dejé de ver a
Marcelo, le mentí: "tengo que salir de la ciudad, mamá
está enferma". Insistió en acompañarme, me negué. Sonaba
inquieto, trató de decirme algo. No lo dejé. Ahora me
arrepiento.
Dormir. Lo que en una época fue mi ilusión, ahora
era un suplicio, No, mi condena. Por más café, por más
pastillas, cocaína que consumiera, el sueño me
doblegaba. Vivía en la duermevela, lo que acrecentó el
miedo. Ya no distinguía los contornos de la realidad.
Recorrí Manhattan huyendo de las aves. Las voces de la
gente para mí eran graznidos, solamente en ese
chiringuito me sentía a salvo. Pero ellas
llegaron...
Lo
que pasó después es historia.
III
Ayer caminé en la noche a casa de Marcelo. Tenía
ganas de verlo. Toqué el timbre. "Soy yo, mi amor,
¿quieres tomar un trago?". "Bajo", contestó. Me excitó
una vez más su figura (tiene unas nalgas...), lo besé y
nos dirigimos al Downtown. La noche estaba fresca,
extrañamente acogedora para agosto. El sonido del tren
no interrumpía nuestro andar. Estaba tan cansado que mi
semblante denotaba serenidad. No era el mismo. Marcelo
temblaba. "¿Tienes frío?". No respondió. Lo abracé y
aceleró el paso, "¿qué tienes?". Silencio. Las sombras
de los edificios me parecieron trampas. Las enormes
filas de falos me resultaron agresivas. Me sentí
entrampado. Una vez más la pinta en la pared me cegó. Y
otra vez sus letras rebotaron en mis ojos: "El pecado te
alcanzará". Marcelo agachó la cabeza. "Joe", así me
nombra de cariño, me llamo José, "¿no sientes miedo a
veces?"
?¿De qué? ?saqué un cigarro y le ofrecí
uno.
?De que el pecado te alcance.
?¿Estás bromeando? ?prendí los cigarrillos y le
pellizqué la nalga. Se apartó.
?No estoy jugando.
?Tranquilo ?el miedo, ese que me carcomía, lo
envolvía ahora a él.
?No me trates como a un idiota. Tengo miedo.
Mucho miedo de que el pecado me alcance. En verdad y
creo que se está acercando.
?¿A qué te refieres?
?Yo también las veo.
?¿A quiénes?
?No te hagas, Joe, a ellas, a esas mujeres de
blanco. Yo también creí que Nueva York con sus enormes
pitos serían el fuerte ideal. En Staten Island me sentía
desprotegido. Pero cada vez me atormentan más y me
asustan. En estos días que estuviste fuera me acosaron
como nunca. Están aquí. He regresado a la iglesia. Ahí
me siento protegido. Rezo y la tranquilidad, aunque sea
momentánea, me acoge. ¿Sabes?, no pertenecen únicamente
al mundo onírico, forman parte de la realidad. ¡Apúrate!
Tenemos que despistarlas, ¡por favor, corre!
Giré la vista y no había nadie.
?Ya se fueron ?intenté calmarlo.
?¿Seguro?
?Sí, mi amor, ya se fueron.
Seguimos caminando. Las sombras largas se
trepaban unas a otras. Escuchaba a Marcelo aunque su voz
se escapaba. Trataba de explicarme, insistía en hablar
del pecado. Apenas hilaba las frases, "las he visto
desde siempre". Lo abracé, estábamos demasiado
angustiados.
?¿Crees que miento? Tú también las
ves.
Entramos al bar ("nuestro bar") de la 34.
Estábamos excitados. Queríamos coger. Por suerte
conocemos al dueño y nos prestó un cuartito. No tardamos
nada. El miedo es el mejor afrodisíaco. Regresamos al
bar. Estaba lleno, en el escenario unas dragas bailaban
y cantaban, en otra mesa un hombre le ponía un anillo de
compromiso a su novio. Nos encontramos a Mike, con sus
amigos bugas, era su despedida; ya debe ser esposo de
John, viajaron a Bélgica para casarse, la luna de miel
será en Tailandia. Estábamos los de siempre. Una norma
de este bar es la inclusión: aquí todos somos bien
venidos. También ellas.
Pedimos nuestros preciados martinis con Bombay
Saphire. Ni la cogida logró bajarle los nervios a
Marcelo. Respiraba agitadamente, sus palabras se
tropezaban con los nervios, revisaba los rincones con la
vista. No lo escuchaba y opté por leerle los labios.
¡Qué curioso!, hasta que observé sus palabras dibujarse
en su boca, entendí que Marcelo y yo éramos una isla.
Miré alrededor y las imágenes se patinaron en las
pupilas. Comencé a escucharlas cada vez más fuerte. Sus
voces se confundieron con la música. Sudábamos. Estaban
ahí bailando, dos de ellas se besaban. Eran mamá y la
tía Luisa. Yo no podía hablar. Marcelo gritaba "nos
encontrarán, nos encontrarán". Pagué los tragos y lo
arrastré hacia la calle. Empezó a llorar. A llorar como
una de ellas. Me alejé
?Me tengo que ir ?balbuceé.
Corrí hacia la avenida 12, Marcelo junto con
ellas me corretearon llorando. Me alcanzaron.
?¿Qué tienes, Joe? No me dejes solo ?secó sus
lágrimas y la sorna se acomodó en su cara.
?Nada, mi amor ?fingí no reconocerlo?. ¿Estás más
tranquilo?
Me
abrazó tal como en los sueños lo hiciera el ave blanca.
Entonces supe que estaba perdido.
Tomamos un taxi hacia su casa. Quería que me
quedara con él, digo con ellas. Me negué.
?¿No te importa, verdad?
?No ?me acarició el rostro y me besó la mano.
Estaba molesto. Siempre que se enoja hace lo mismo?. No
te preocupes, mi amor.
Al
bajar sonrió. Otra vez la sorna atrapó su gesto. Tenía
sueño, miedo y deseos de correr. Lo miré entrar a su
edificio y le pedí al chofer que me llevara a la calle
23 entre las avenidas 5 y 6. Al terminar las
indicaciones, vi su rostro (por primera vez) a través
del espejo retrovisor. Era una de ellas. Me acomodé en
el asiento. "Lo siento", pronunció. Cerré los ojos, pero
tal como pasa en la oscuridad, lo invisible cobra
sentido. |