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[Savannah-hackers] Miriam Mabel Martinez - escritora del mes - El pecado


From: Escritores theborderlinemusic.com
Subject: [Savannah-hackers] Miriam Mabel Martinez - escritora del mes - El pecado te alcanzara
Date: Fri, 10 Dec 2004 07:21:57 +0100

 

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Miriam Mabel Martínez
Miriam Mabel Martínez nació el 20 de junio de 1971, en México. Es Licenciada en Periodismo por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García (1989–1993), se tituló con la tesis “De la nota roja a la novela negra”. Estudió en la Escuela de Escritores SOGEM de la Sociedad General de Escritores Mexicanos de 1992 a 1994. Actualmente, estudia una maestría en letras mexicanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (70% de los créditos). Ha colaborado en los suplementos culturales Laberinto del periódico Milenio Diario, Crónica Dominical, del periódico La Crónica de hoy y “Revista de la Cultura Mexicana” del periódico El Nacional; así como en el Semanario Etcétera en las revistas Chilango, Origina, Camino Blanco, Casa del Tiempo, La mosca en la pared, Entrepreneur, Vuelo, Los Universitarios, Nexos, Descritura y Tinta Seca. 
Actualmente, trabaja en el Fideicomiso del Espacio Cultural y Educativo Betlemitas y busca editores para sus novelas El hacedor de mapas y Cartografía de la memoria

escribe a  Miriam Mabel Martínez   address@hidden

Podrás leer el total de su obra en su espacio web AQUÍ
NO TE PIERDAS UNO DE SUS ESTUPENDOS RELATOS !!!

El pecado te alcanzará

Llegué a Nueva York porque creí que aquí estaría a salvo. Me persiguen. Sueño mujeres con senos redondos, con caderas anchas y piernas lisas, hembras de aromas dulces. A veces me excito, pero sus llantos me estremecen. Nunca me he acostado con una mujer. Soy una persona de convicciones firmes, sobre todo congruente. Opté por la homosexualidad y no soy de esos que andan con medias tintas, no soy bisexual, ni me gustan las mujeres.

Mi novio se llama Marcelo, vive en Staten Island (algún defecto tenía que tener), es un hombre atractivo como buen italiano, aunque de italiano sólo le queda la ilusión (y su abuelo). Lo amo a pesar de que a él sí le excitan las mujeres. Formamos una pareja considerada estable; no niego las peleas ni el periodo crítico que actualmente cruzamos; tengo fe en que la normalidad regresará, cuando ellas se vayan.

Él también me ama, lo sé. No importa que continúe con su afán de perderse en cuartos oscuros; dice que ya se retiró; sin embargo, intuyo que aún los frecuenta. Lo entiendo, yo a veces extraño esa clandestinidad sobre el cuerpo, y no sólo por el placer o por el sexo, soy un poco más sensible, sino porque ahí aceptas los otros sentidos. La vista no sirve de nada... En esos cuartos aprendí que existen cosas más concretas en lo inasible.

Últimamente he hablado muy seguido con mi madre, me siento solo. No, me siento desamparado. Si estoy aquí, repito, es porque pensé que estaría a salvo, qué otro lugar amurallado podría protegerme más de esos sueños. Quisiera contárselos a mamá, no me atrevo, cómo podría explicarle el temor a que me atrapen, no lo entendería, pero sí rezaría por mí, es una mujer muy religiosa. Quizá tenga razón y deba casarme, no puedo continuar con Marcelo así. "No quiero que te pase lo que a tu tía Luisa". Quiere que componga mi vida, afirma que tengo "todo para ser feliz", pero "hay que hacer las cosas como dios manda". Está convencida de que debo responder a sus expectativas. Así son las madres: suponen que los hijos son programables. Y la mía no es la excepción. ¡Ojalá nada más pensaran que somos de su propiedad! A su manera me quiere, hay una parte de mi jotería que le agrada, aunque periódicamente finge dolor y sufrimiento porque no le daré nietos o porque me niego a adoptar niños y a jugar esas trampas de la feliz familia. ¡Qué atrocidad! Ni modo, es la influencia de la televisión... y de otras cosas más. He querido explicarle que ese mundo buga que desea para mí, me repugna. Cuando tocan estos melodramas, la oigo (eso es lo que busca: que la escuche) sin refutar; llora un poco; yo la abrazo, esas lágrimas la consuelan; a mí, confieso, me recuerdan a ellas. El llanto sordo es el mismo. No me gusta que llore, lo sabe tan bien como yo sé que no lo puede remediar. Insiste en que me acerque a dios, yo también quisiera. He intentado rezar para encontrar sosiego; sin embargo, ignoro cómo y tampoco me atrevo a preguntar.

Las mujeres que me persiguen visten de blanco. Al principio creí que eran alucinaciones, después las descubrí fantasmas, he llegado a olerlas y la certeza de su existencia me espanta. ¡Qué paradoja! De niño me horrorizaban los fantasmas, y ese horror era una ilusión; en ese entonces mi temor reflejaba la certeza de su inexistencia. En cambio ahora son tan concretas, tan reales que han cobrado volumen. Nunca he mirado sus rostros, únicamente sus siluetas voluptuosas (como la de mamá) corriendo detrás de mí. No sé por qué me buscan. Aúllan mi nombre. Quieren atraparme. Por eso rezo. Marcelo no sabe de estos sueños. ¿Para qué?

Hace una semana descubrí cerca de casa una pinta que anunciaba: "El pecado te alcanzará". Ahora sé que ellas me han encontrado.

 

II

He llegado a pensar que me persiguen desde niño. Sólo así me explico la eterna cama mojada y la urgencia de acurrucarme en los brazos de mamá. El calor de su regazo fue un alivio; sus voluminosas tetas me resguardaban. Últimamente he deseado sus abrazos, sus caricias, sobre todo en las madrugadas cuando esas voces femeninas muerden mis sueños. Ya no soporto sus lloriqueos.

Padezco (¿o padecí? ¡Dios mío!) insomnio. La tía Luisa me bañaba en tila para tranquilizarme. La extraño, ella sí me entendería. Ella sí podría ayudarme... De nada sirven los lamentos. Tengo que aprender a vivir con esta angustia. Mi terapeuta afirma que mi "mal" es típico de los bebés prematuros. Soy sietemesino. "Tu angustia es un reflejo en la memoria de aquellos días en el vacío". Supone que debo conformarme con esa respuesta y estoico continuar con mi vida. "No puedo", reto al doctor. "Sí puedes, estas pastillas te ayudarán". Él tampoco sabe de las mujeres que me persiguen, para qué, diría que inconscientemente he elaborado un espectro de la tía Luisa, o "es una invención para justificar tu homosexualidad" o "se trata de tu madre acosándote" o cualquier pendejada. No lo comprendería; de hecho, dudo que las sesiones sean provechosas. No importa, asisto para sentirme acompañado. Desde la primera cita supe que no resolvería nada; pero inexplicablemente en ese consultorio me sentí cobijado. Marcelo está celoso, cree que es mi amante. "La mayoría se acuesta con sus pacientes. Además, yo no veo resultados, no ha conseguido disminuir tu angustia, ni nada", me persuade para que abandone la terapia, para que me aleje de mi doctor. No le preocupa que me tire a cuanto hombre pueda, su condición es que sea una vez. Está prohibido repetir, "y tú te estás pasando de listo", me amenaza. Antes trataba de explicarle, pronto me di por vencido, no tiene caso. Soy fiel, lo crea o no. Jamás entenderá ni la persecución de las mujeres de blanco ni el reposo que experimento en el consultorio de mi terapeuta. Y no es el único, yo tampoco lo comprenderé.

Cada día me convenzo más de que siempre me han perseguido, quizá su presencia era tan tenue que no las percibía o tal vez aparecieron más tarde. De cualquier forma no tiene caso indagar la fecha exacta de su aparición, están aquí y punto.

No tengo muchos recuerdos infantiles, sólo uno: cuando conocí la nieve. Esa sensación no se ha repetido. La imagen luminosa que conservé, durante muchos años, definida en la memoria no se compara con las experiencias de nieve que después viví; aquélla era de un blanco puro que jamás he vuelto a ver. A veces pienso que ese recuerdo, mientras lo conservé intacto, me protegió de ellas; pero la visión de otras nieves, de otros blancos ensució el original.

Ellas quieren que duerma. Durante un tiempo, paradójicamente, el insomnio fue mi salvación, pero son muy astutas y yo un tonto. Combatí el insomnio con pastillas, infusiones y cualquier cantidad de recetas: jugos de lechuga, exceso de ejercicio, jarabes naturistas, gotas, tratamientos de flores, masajes... hasta que logré dormir.

La primera vez que dormí ocho horas sin interrupciones fue como estar en el lecho materno, recuperé el olor y la calidez de su pecho. ¡Qué placer! Pensé que por fin la angustia había desaparecido. Fui feliz.

Si fuera un hombre de fe las perdonaría. Si conociera la piedad les agradecería que por lo menos me permitieron disfrutar por una corta temporada el bienestar del sueño. No lo haré. No tengo por qué. No les debo nada. La tía Luisa alguna vez me dijo que al sufrimiento innecesario se le nombra crueldad y eso es lo que he vivido desde entonces. La angustia aumenta, ya no contengo las ganas de llorar ni controlo el pulso acelerado en las sienes. Los párpados me tiemblan como un recordatorio de que no debo dormir. Paso los días negando las noches y la oscuridad vaticinando las pesadillas... No las perdonaré jamás. Las odio porque en ese breve periodo me enseñaron la voluptuosidad y la sensualidad del acto de dormir.

¡Dios mío! Quiero rezar.

Dormir me abrió las puertas de un mundo desconocido: el descanso. La ciudad parecía otra, las calles, los edificios, el rumor del agua, el viento, el cielo cobraban fuerza en la mirada, era como si contemplara por primera vez el alrededor. En esos días de gozo conocí a Marcelo. ¡Qué bien nos la pasamos! La luna de miel duró poco, ellas vaticinaron el fin.

Entonces empezaron las señales. De pronto, los sueños de mujeres vestidas de blanco cercándome con sus llantos, sollozando mi nombre terminaron. Creí que por fin habían dejado de acosarme, pero ese fue sólo el puente a la pesadilla. Ya no me intimidaban, las siguientes noches sólo soñé sonidos. Aleteos. Ingenuamente descifré que la felicidad retornaba, imaginé que volaba. Error. No se trataba de mí. Un enorme pájaro blanco me abrazaba entre sus alas. Sentía su pico rozar mi cabeza y un dolor en el cuello; inmóvil, miraba de reojo hacia abajo y veía sangre recorriendo mis piernas... Marcelo me despertaba espantado y me acariciaba hasta que conseguía calmarme. Despiertos esperábamos el amanecer. Los primeros días, platicábamos, bebíamos unas copas, hacíamos el amor... pero pronto, comenzaron las discusiones. Marcelo necesitaba dormir y yo, dejar de soñar esa ave blanca. Regresó a su casa. "Te prometo que me atenderé. Lo solucionaremos juntos. No te preocupes por mí, estaré bien", aseguré. "Yo sólo quiero dormir", suplicó. Pero nada ha cambiado. O sí, el sueño recurrente cesó.

Recuperé mis viejas mañas de insomne; deseché algunas como las de los cuartos oscuros. Retomé mis hábitos de lectura y construí una rutina nocturna: caminaba a casa un tanto borracho después de coger con Marcelo. Cerraba los ojos al pasar frente a la pinta, aunque esa frase me atormentaba, "el pecado te alcanzará"... Al llegar, me servía otra copa para ver una película, después me acostaba para esperar la llegada del pájaro blanco. Me despertaba mecánicamente al ver las piernas rojas. A pesar de la repetición nunca logré acostumbrarme.

Noche tras noche lo mismo, una y otra vez: la cogida, "el pecado", el vino, la película, el sueño y el despertar agitado... hasta que en una ocasión no llegó el ave blanca, sino una parvada hambrienta. Sus picos herían mi cuerpo. Nunca olvidaré el sonido de los aleteos, ni los lamentos. Pronto dejé de sentir dolor. Ardía. Mi verga estaba parada. La cabeza era un alfiletero y el estómago, un volcán en erupción; la lava (mi sangre) ya me había cubierto por completo y ese calor se atoraba en la nariz. No podía respirar, apenas temblaba. El sudor se comprimía en el interior, y veía cómo mis pies estallaban. El dolor, hubiera sido un consuelo. Nada. Únicamente un hormigueo que me dominó por completo. Estaba entumido. Esas aves no se detuvieron. Y ellas pronunciaban mi nombre. Me vine. Resistí los calambres. Aguanté que carcomieran mis entrañas y devoraran mis carnes... Hubiera soportado más, no soy un cobarde, pero de pronto abrí los ojos y vi a la tía Luisa y a mi madre mordiéndome, reconocí sus lágrimas. Me desmayé.

Cuando desperté estaba lleno de rasguños, los ojos pegados por lagañas y me había orinado. Le marqué a mi madre y tuve que conformarme con su voz en la máquina contestadora. Miré el reloj. Había dormido más de diez horas. Me reporté enfermo en el trabajo y salí a la calle. Llegué hasta el Central Park y me metí al zoológico hasta la hora de cierre. Mi estómago crujía. Caminé hasta la calle 23 y ahí busqué el chiringuito español al que Marcelo me había llevado recién nos conocimos. Comí una sopa de ajo, bebí unos whiskies y un café expreso. Los gritos y el ambiente me calmaron. De ahí le marqué a mi terapeuta, necesitaba hablar, compartir la desesperación. "Bueno, bueno, ¿quién es?". Al escuchar su voz colgué. Volví a la mesa y pedí otro trago y otro. Salí bastante pedo. El rechinido del metro retumbaba en las calles. La tonalidad de la noche entre azul y morado anuncia la madrugada. La ciudad como siempre lucía hermosa con sus focos desperdigados; entonces me pregunté si la isla estaba lo suficientemente armada para combatir a las mujeres de blanco, y si el agua me protegía del pecado. Regresé a casa, tenía un mensaje de mamá y otro de Marcelo. Encendí la televisión y abrí una botella de vino por costumbre. Empecé a cabecear y a bostezar. Tenía sueño, los ojos me lloraban. Deseaba dormir. Sin embargo, el instinto de sobrevivencia me hacía permanecer despierto. Entonces comenzó la locura. Prendí el radio, bailé, grité, cociné, recité en voz alta, hice cualquier tontería para no caer. Pensé en salir nuevamente, perderme en un bar o caminar como idiota por Nueva York. Estúpidamente permanecí en casa. Me dispuse a hacer la limpieza, acomodé algunos libros, quise escribir pero el sueño me venció. Y nuevamente fui devorado por la parvada blanca.

Durante días combatí el sueño sin vencerlo. Soy un perdedor. También, me refugié en el chiringuito español de la 23. Ahí experimentaba el remanso. Me reporté enfermo en el trabajo. También dejé de ver a Marcelo, le mentí: "tengo que salir de la ciudad, mamá está enferma". Insistió en acompañarme, me negué. Sonaba inquieto, trató de decirme algo. No lo dejé. Ahora me arrepiento.

Dormir. Lo que en una época fue mi ilusión, ahora era un suplicio, No, mi condena. Por más café, por más pastillas, cocaína que consumiera, el sueño me doblegaba. Vivía en la duermevela, lo que acrecentó el miedo. Ya no distinguía los contornos de la realidad. Recorrí Manhattan huyendo de las aves. Las voces de la gente para mí eran graznidos, solamente en ese chiringuito me sentía a salvo. Pero ellas llegaron...

Lo que pasó después es historia.

III

Ayer caminé en la noche a casa de Marcelo. Tenía ganas de verlo. Toqué el timbre. "Soy yo, mi amor, ¿quieres tomar un trago?". "Bajo", contestó. Me excitó una vez más su figura (tiene unas nalgas...), lo besé y nos dirigimos al Downtown. La noche estaba fresca, extrañamente acogedora para agosto. El sonido del tren no interrumpía nuestro andar. Estaba tan cansado que mi semblante denotaba serenidad. No era el mismo. Marcelo temblaba. "¿Tienes frío?". No respondió. Lo abracé y aceleró el paso, "¿qué tienes?". Silencio. Las sombras de los edificios me parecieron trampas. Las enormes filas de falos me resultaron agresivas. Me sentí entrampado. Una vez más la pinta en la pared me cegó. Y otra vez sus letras rebotaron en mis ojos: "El pecado te alcanzará". Marcelo agachó la cabeza. "Joe", así me nombra de cariño, me llamo José, "¿no sientes miedo a veces?"

?¿De qué? ?saqué un cigarro y le ofrecí uno.

?De que el pecado te alcance.

?¿Estás bromeando? ?prendí los cigarrillos y le pellizqué la nalga. Se apartó.

?No estoy jugando.

?Tranquilo ?el miedo, ese que me carcomía, lo envolvía ahora a él.

?No me trates como a un idiota. Tengo miedo. Mucho miedo de que el pecado me alcance. En verdad y creo que se está acercando.

?¿A qué te refieres?

?Yo también las veo.

?¿A quiénes?

?No te hagas, Joe, a ellas, a esas mujeres de blanco. Yo también creí que Nueva York con sus enormes pitos serían el fuerte ideal. En Staten Island me sentía desprotegido. Pero cada vez me atormentan más y me asustan. En estos días que estuviste fuera me acosaron como nunca. Están aquí. He regresado a la iglesia. Ahí me siento protegido. Rezo y la tranquilidad, aunque sea momentánea, me acoge. ¿Sabes?, no pertenecen únicamente al mundo onírico, forman parte de la realidad. ¡Apúrate! Tenemos que despistarlas, ¡por favor, corre!

Giré la vista y no había nadie.

?Ya se fueron ?intenté calmarlo.

?¿Seguro?

?Sí, mi amor, ya se fueron.

Seguimos caminando. Las sombras largas se trepaban unas a otras. Escuchaba a Marcelo aunque su voz se escapaba. Trataba de explicarme, insistía en hablar del pecado. Apenas hilaba las frases, "las he visto desde siempre". Lo abracé, estábamos demasiado angustiados.

?¿Crees que miento? Tú también las ves.

Entramos al bar ("nuestro bar") de la 34. Estábamos excitados. Queríamos coger. Por suerte conocemos al dueño y nos prestó un cuartito. No tardamos nada. El miedo es el mejor afrodisíaco. Regresamos al bar. Estaba lleno, en el escenario unas dragas bailaban y cantaban, en otra mesa un hombre le ponía un anillo de compromiso a su novio. Nos encontramos a Mike, con sus amigos bugas, era su despedida; ya debe ser esposo de John, viajaron a Bélgica para casarse, la luna de miel será en Tailandia. Estábamos los de siempre. Una norma de este bar es la inclusión: aquí todos somos bien venidos. También ellas.

Pedimos nuestros preciados martinis con Bombay Saphire. Ni la cogida logró bajarle los nervios a Marcelo. Respiraba agitadamente, sus palabras se tropezaban con los nervios, revisaba los rincones con la vista. No lo escuchaba y opté por leerle los labios. ¡Qué curioso!, hasta que observé sus palabras dibujarse en su boca, entendí que Marcelo y yo éramos una isla. Miré alrededor y las imágenes se patinaron en las pupilas. Comencé a escucharlas cada vez más fuerte. Sus voces se confundieron con la música. Sudábamos. Estaban ahí bailando, dos de ellas se besaban. Eran mamá y la tía Luisa. Yo no podía hablar. Marcelo gritaba "nos encontrarán, nos encontrarán". Pagué los tragos y lo arrastré hacia la calle. Empezó a llorar. A llorar como una de ellas. Me alejé

?Me tengo que ir ?balbuceé.

Corrí hacia la avenida 12, Marcelo junto con ellas me corretearon llorando. Me alcanzaron.

?¿Qué tienes, Joe? No me dejes solo ?secó sus lágrimas y la sorna se acomodó en su cara.

?Nada, mi amor ?fingí no reconocerlo?. ¿Estás más tranquilo?

Me abrazó tal como en los sueños lo hiciera el ave blanca. Entonces supe que estaba perdido.

Tomamos un taxi hacia su casa. Quería que me quedara con él, digo con ellas. Me negué.

?¿No te importa, verdad?

?No ?me acarició el rostro y me besó la mano. Estaba molesto. Siempre que se enoja hace lo mismo?. No te preocupes, mi amor.

Al bajar sonrió. Otra vez la sorna atrapó su gesto. Tenía sueño, miedo y deseos de correr. Lo miré entrar a su edificio y le pedí al chofer que me llevara a la calle 23 entre las avenidas 5 y 6. Al terminar las indicaciones, vi su rostro (por primera vez) a través del espejo retrovisor. Era una de ellas. Me acomodé en el asiento. "Lo siento", pronunció. Cerré los ojos, pero tal como pasa en la oscuridad, lo invisible cobra sentido.

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